Record Store Day - Las Dunas Records

Record Store Day

@ Las Dunas Records
Sophie Kaiser
Guti Cámara
Perdidos en el Mar
Juventud Latinoamericana
Sol Oosel y Alejandro Elizondo

Record Store Day
"Todos, o casi todos, teníamos los ojos en un cajón de estacionamiento. En lo que había bajo esa carpa, entre esas dos líneas amarillas que lo separaban. Ahora, en uno de esos cajones en donde en otro día estaría un carro, estaba una banda."
Por: Alejandro Andonie

Llueve. O algo. Hay más viento que lluvia. Hay más hojas que nada. A la orilla de la banqueta, en un cajón de estacionamiento, hay una bici de color negro, ligera, de un material fino y delgado. Sobre la banqueta, del lado derecho de la puerta, hay dos mujeres que conversan sentadas a la mesa sobre el colegio en donde una de ellas daba clase. Detrás el ventanal de la tienda; el interior con su luz tenue. Arriba de la puerta de vidrio el nombre: Las Dunas Record Store Café.

Café
Discos
Libros

En el interior, del lado derecho, un par de mesas de diner americano. Gente sentada. Ambas paredes, pintadas de un gris más oscuro que el concreto, tienen repisas con discos: Velvet Underground, Elliot Smith, Jeff Buckley, Massive Attack, Portishead, David Bowie. Me pregunto cuáles discos no estarán aquí mañana. Por lo pronto, los clientes no son clientes sino público, fans que escuchan a la artista que está al fondo tocar una melodía que es más lluvia que viento, más lágrimas que nada. Lleva una guitarra acústica, y en unas canciones rasguea; en otras, hace patrones con los dedos. No lleva púa. Dos señoras que están sentadas comentan su voz. Que qué bonita voz tiene, ella, que va de negro, con collares y uñas negras, con la piel aperlada y la voz suave.
Me han dicho que ya está la lista arriba, y que han pedido Air. Una edición especial de Kelly Watch The Stars.

El atardecer en la chimenea de ladrillos rojos. La casa de al lado siempre me ha parecido más interesante, más misteriosa que las otras. Aunque el clima de Monterrey no dé para prenderla en días de invierno, va con la arquitectura: la chimenea al lado de un balcón con barandal blanco, bajo el cielo azul-naranja. La lluvia se ha quitado, y sólo queda un viento fresco. Está ideal para salir. Y es que desde la noche del sábado el clima fue otro. De pronto comenzó a correr el viento. Una lluvia como de noviembre duró hasta mitad de la semana. Al menos no llovió esa tarde, este Record Store Day. Digo, la tienda se había preparado. Montaron una carpa lo suficiente grande para el grupo que iba a tocar. Yo llegué tarde, como a las ocho más o menos, con un compa. El grupo debajo de la carpa debajo de las ramas del árbol y de la noche tocaba un rock en español.

Un grupo de cinco: guitarra, bajo, batería, teclado-voz, bongos-platillos-campanas. El ruido de la tocada, ese que te hace darte prisa por escuchar, se oía una calle abajo. Un rock complejo y desenfrenado: solo de teclado, arpegio de guitarra eléctrica, melodías de bajo. Enfrente, en una plaza con locales y departamentos deshabitados, la gente oía sobre las cajuelas de sus carros. Jóvenes y familias y niños.

Juventud Latinoamericana: vocalista jeans de los setenta, converse amarillos, camiseta negra: con un dibujo de unos ojos que decían King Pink, pero yo leí King Punk. Un teclado Juno que usaba para las melodías de piano, y sobre el teclado un pequeño sintetizador para solos. Ecos de Pink Floyd. El guitarrista empezó con un riff que me recordó a Fobia, a Caifanes, pero también a Invisible, a Almendra, a Soda Stereo. El estilo mitad mexicano mitad argentino.

El guitarrista cabello ondulado, alto, camisa gris, guitarra stratocaster, (o al menos eso parecía), jeans rotos y varios pedales a sus pies, acomodados en dos filas que parecían tener sus buenos años de uso, tocaba acordes, pero también soleaba y hacía figuras en la parte aguda del brazo. Mantenía su mano derecha del lado del puente. Un rasgueo constante, ni agresivo ni ligero.

El percusionista puro bongós, pandero, platillo grande, cencerros (cowbells): rectángulos huecos de color negro que hacen un ruido más parecido a una campana grave que un bongo. Tocaba con las baquetas al revés, con el cabello largo y Hard Rock Café. Los beats agilizaban el ritmo de la canción, complementaban la batería, que estaba sobre una alfombra de colores rojos, cafés, oscuros. Que era tocada por un joven que le pegaba con fuerza, tatuajes, más gotas de sudor que viento.

Entonces guitarra, teclado, remates. Post punk. Le pregunté al que estaba sentado por el nombre de la canción. No lo sabía. Pero hoy acaban de estrenar álbum, me dijo. De pronto, la canción se volvió algo que me recordó a A Thousand Knives de Sakamoto. El bajista movía sus dedos con agilidad; en la parte superior a la mica se veía la madera.

Vi al público: todos, o casi todos, teníamos los ojos en un cajón de estacionamiento. En lo que había bajo esa carpa, entre esas dos líneas amarillas que lo separaban, que lo distinguían de los otros cajones, estaban las miradas. Un día antes, dos días antes, una semana, un mes, los clientes se habían estacionado en la plaza. Habían entrado a la tienda por un disco, un café, un libro, o habían entrado a la tienda de al lado por comida árabe, o en la tienda que tenía poco de abrir que vendía cosas para el hogar. Ahora, en uno de esos cajones en donde en otro día estaría un carro, estaba una banda.

Estacionamientos: lugar para dejar eso que nos lleva de aquí para allá. Y los instrumentos, los instrumentos para ordenar el ruido, las ganas de practicar, escuchar, volver a escuchar, grabar, regrabar. Inventos del siglo XX (o casi). Medios para viajar, para llegar a un estado de ánimo diferente al que estamos. Pero a diferencia del carro, la banda no estaba apagada. Estaba estacionada, sí, pero como quien entra a un estacionamiento, apaga el motor y en lugar de bajarse, se pone a pensar. Lo mismo que con la banda, también los espectadores, algunos hipnotizados, otros en un baile, estábamos atentos al sonido que se hacía en ese estacionamiento.

Después de la última canción el vocalista se despidió y dijo que si queríamos discos, que si queríamos bebidas, que si queríamos y yo grite: Más música. Entonces tocaron un cover cuyo nombre ya olvidé, un cover que al principio pensé que era una canción de ellos.

El compa con el que asistí veía los discos en la tienda. Luego yo los veía y nos dábamos cuenta que, en cada estante, en cada búsqueda, a cada quién le llamaba la atención grupos distintos, lo cuál me hizo pensar que tal vez, un poco antes, en esa tocada, en ese cajón de estacionamiento, tantas cosas se me habían escapado, tantas cosas como la chica de cabello rubio, el chico de cabello afro. Algo habían visto que yo no había identificado. Tal vez por eso bailaban. Tal vez por eso grababan con su celular. El disco de Elliot Smith en donde sale como en un bar ya no estaba, tampoco la edición especial de Air, ninguno de los cuatro que pidieron. Aún estaba Massive Attack y Portishead.

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